Noche de San Juan II. Jaula de grillos.

Hoy no sabría dónde comprar una jaula para un grillo, ¿en una ferretería?, ¿en un chino?... es que ahora ya casi todo se compra en los chinos, antes todo a 100.

En casa de mis abuelos siempre hubo jaulas de grillo. Digo de grillo porque solo se metía uno, el que mi abuelo guardaba bajo la boina cada final de primavera, días antes de la noche de San Juan.

Había dos clases de jaulas: una viejísima de madera y alambres oxidados, y otra de plástico bicolor. Bueno, en realidad eran tres las clases de jaula, porque mi tía Lamonja aseguraba que ella de niña las fabricaba con juncos; pero ya no era niña, ni había juncos porque el regato bajaba seco. 
Mira, hoy el regato vuelve a traer agua, tal vez crezcan juncos de nuevo. Pero mi abuelo ya no está para cazar los grillos, y mi padre, que es ahora el abuelo, no lleva boina. No se.

El caso es que, para guardar al grillo que atrapaba mi abuelo cada final de primavera, días antes de la noche de San Juan, se usaba siempre la segunda, la de plástico bicolor: verde por abajo, amarillenta por arriba, con una arandelita pequeña para poder colgarla.
Yo no me acuerdo qué cara ponía mi abuela cuando mi abuelo se sacaba el grillo de debajo de la boina, pero sí se que era ella quién recadaba la jaula, así que mal del todo no le debía parecer.

Mi abuela.
Nunca vi a mi abuela fuera de su casa, lo más cerca de la calle, el porche que había en la puerta delantera, y sin bajar las escaleras. Alguna vez, muy pocas, sentada en su trono de mimbre a la sombra del patio trasero.
En un trono muy parecido a este. Con cojines y una manta,
Porque mi abuela se sentaba en un trono, sí, en un trono de mimbre crujiente. Y llevaba toquilla sobre los hombros, siempre. La toquilla, por cierto, es una prenda hoy denostada que, sin embargo, es bien confortable. Desde aquí reivindico la toquilla, hombre.

El caso es que esta vez no exagero ni miento cuando digo que nunca vi a mi abuela fuera de su casa. Saldría, no digo yo que no, pero en muy contadas ocasiones. Gastaba el día entre el salón y la cocina, estancias separadas por un largo y oscuro pasillo. Pasillo que mi abuela recorría despacio, cuatro o cinco veces al día, arrastrando los pies, con la mano pegada a la pared, con cuidado, cuidado de no balancearse mucho, no se le resbalara la toquilla, que pendía como una tela de araña, suave, sobre sus hombros. Hacía parada en el baño a peinarse. Porque mi abuela se se peinaba mucho y no se perdía una misa por la tele, y nos preparaba la merienda a los nietos untando praliné en pan con una cuchara. Muy rico.

Pues sí, mi abuela era una reina, una reina hermosa con la cara tersa y sonrosada como una manzana. La reina de su casa. Debió gastar mucha energía mi abuela en parir y criar a sus muchos hijos, porque yo siempre la conocí en estado de duermevela. Hablaba muy bajito mi abuela, y vocalizando poco, creo que porque la dentadura nunca era de su talla, que encogía a pasos agigantados. 

A mi abuela le gustaban mis manos, morenas y llenas de carne. A mi me gustaban las suyas, huesos largos cubiertos de delicada gamuza, que cobraban vida para preparar la merienda y hacerse cargo del grillo que mi abuelo traía cada final de primavera, unos días antes de la noche de San Juan...

Comentarios

nusabg ha dicho que…
Que bonito que bonito,me he emocionado y todo recordando a esos abuelitos tan maravillosos,ainsss,cuanto los añoro

Provinciana ha dicho que…
Me ha gustado mucho. Mucho.

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